Cycadaceae: las plantas que forman el huevo

Las plantas que forman el huevo: una extraordinaria curiosidad del reino vegetal. Son unos “fósiles vivientes” del Mesozoico. Similares a helechos, palmeras o coníferas, tienen los sexos separados. Las femeninas, como las gallinas, llevan a maduración los óvulos aunque no sean fecundados. Parecen palmeras y no lo son. Producen grandes óvulos que parecen frutos. Tienen un crecimiento lentísimo y pueden cambiar de sexo. La planta más rara del mundo.

 

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Texto © Giuseppe Mazza

 

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Traducción en español de Viviana Spedaletti

 

Plantas que forman los huevos. Sería como decir un mono con plumas o un pájaro con dientes. Sin embargo existen.

Las Cycas de la Riviera y los Ginkgo biloba que frescos de Mesozoico desafían los caños de escape del Corso Buenos Aires en Milán, nos hablan hoy, 200 millones de años después, de aquél histórico momento en el cual las plantas inventaron el huevo.

El primer gran descubrimiento vegetal, hace 4 mil millones de años, fue la clorofila: una sustancia verde capaz de capturar el sol para transformar el anhídrido carbónico y los minerales disueltos en el agua en materia viviente y azúcares.

Luego un lindo día, mientras el oxígeno se acumulaba en la atmósfera y el cielo, antes gris, se teñía de azul, las algas unicelulares, cansadas de golpear contra las rocas, tuvieron la bella idea de fijarse al sustrato, diferenciando sus células.

Era el primer organismo pluricelular. Seguidamente vinieron los musgos, valerosos colonos de las tierras emergidas, inventores de las hojas y de la madera. La usaban para sus bellas cápsulas higroscópicas, custodias de las esporas, pero nada más.

Quien sacó realmente provecho fueron los helechos, que con el lignito construyeron los grandes árboles del Carbonífero y los canales para transportar rápidamente a lo alto, hasta las hojas, el agua y los minerales.

Era una gran conquista y desde 30 m de altura los helechos arbóreos podían mirar con desprecio a los humildes musgos del sotobosque.

Mucho esfuerzo, replicaban ellos, el lignito lo hemos inventado nosotros, y además ¿quién conquistó la tierra firme? ¿Dónde estábais cuando nuestros abuelos, corriendo el riesgo de morir deshidratados, abandonaban por horas el océano, bajo el sol, durante la baja marea?

Pero los humildes orígenes se olvidan rápidamente, y los grandes helechos, mecen al viento sus bellas hojas, similares a plumas de aves, no se dignaban siquiera a darles una respuesta.

Pero tanto musgos como helechos, tal como los anfibios, poseen un talón de Aquiles: para reproducirse necesitan agua. Sus esporas dan origen a unas curiosas plantitas que tienen los sexos, y cuando llueve las células masculinas deben alcanzar a nado a las compañeras. Ardua prueba, romántico regreso a las algas y a sus danzas de unión en el mar, pero nada de agua, nada de nupcias.

El problema se colocó dramáticamente en el Pérmico, cuando con la reducción de las precipitaciones los estanques y los lagos se secaron. El enardecer del clima obligó a muchos animales como los reptiles y las aves a inventar el huevo, una especie de océano en miniatura protegido por una cáscara, y algunos helechos más evolucionados hicieron lo mismo.

En lugar de confiar sus células femeninas a plantitas no más altas que un musgo a merced de las lluvias (en los helechos los órganos sexuales son portados por el prótalo, una plantita efímera, laminar como las algas, de 3-4 cm al máximo para las especies más grandes), las pusieron al seguro bajo las hojas en estructuras ovoides protegidas por una cáscara y ricas de sustancias nutritivas. Los príncipes azules no llegaban más a nado, sino volando, en elegantes esferas confiadas al viento: los gránulos de polen.

También otros grupos de plantas se movieron es esta dirección, pero lamentablemente la naturaleza no es tierna con los pioneros, y de todas estas especies de vanguardia ha quedado bien poco. Se han extinguido, barridas, sin escrúpulos, por su propia descendencia que llevó adelante el discurso de la “protección a la infancia” con la invención de la semilla y del fruto.

Solamente el Ginkgo y alguna cicadácea han llegado sin modificaciones hasta nosotros.

La Señora Ginkgo (es curioso como originariamente los sexos estaban separados en las plantas y unidos en los animales, y como luego la evolución haya dado vueltas las cosas) se reconoce rápidamente también de lejos. Es uno de los rarísimos árboles dioicos en el cual el porte depende del sexo: las masculinas son esbeltas como abetos y las femeninas toscas y compactas.

Antes los ginkgos estaban difundidos en todo el mundo, pero hoy su área de distribución “natural” parece limitada a China central. Natural, entre comillas, porque los botánicos no están del todo de acuerdo: efectivamente desde la antigüedad esta misteriosa planta fue protegida y propagada por el hombre, aparentemente sin segundos fines. Al máximo se sostenía que conjuraban los incendios y, extraña coincidencia, cuando en el terremoto de 1923 las llamas devoraron media Tokio, en un barrio casi completamente destruido se salvó justamente un templo rodeado de ginkgos.

Una planta que porta fortuna, entonces; una planta antiquísima que soporta la contaminación de las ciudades; la primera planta protegida por sí misma. Si no fuera que sus extractos sirven para curar una enfermedad un poco indecorosa, las hemorroides, sus bellas y “gráficas” hojas en abanico, de antiguas nervaduras dicótomas, podrían muy bien transformarse en símbolo de un movimiento verde.

En Milán, y en general en nuestras ciudades, se ven sólo ginkgos masculinos, porque las Señoras Ginkgo, como los cambios de destino de fondos, no son muy estimadas por las administraciones locales.

En septiembre cuando sus bellas “cerezas” doradas se parten en el suelo, liberando una pulpa amarillo huevo que se desparrama, que sabe por demás a mantequilla rancia, sería necesario movilizar un escuadrón de barrenderos.

Además las Señoras Ginkgo carecen del sentido de moderación: no se limitan a hacer crecer como las plantas modernas sólo los huevos fecundados, sino que como las gallinas, también los huevos que no han sido “honrados” por el consorte.

El Señor Ginkgo en primavera confía al viento un número increíble de gránulos de polen. A diferencia de la mayor parte de las plantas de flor, que conociendo la proverbial eficiencia de los servicios postales prefieren usar los “pony Express” o los “mensajeros” (léase “insectos” y “pájaros”), él jamás ha traicionado al servicio público.

“Gastando millones de balas”, repite convencido desde el Jurásico, “también el peor de los correos logrará llevar a destino mis gránulos”.

Y así milagrosamente ocurre, también porque la Señora Ginkgo se ocupa. Causa en el ápice de sus huevos una fisurita, por la cual, cuando tiene ganas (y sí!), hace salir una gotita de líquido viscoso. Los gránulos de polen se pegan allí, y entonces ella retira el líquido a una camarita nupcial, llamada, no casualmente, “polínica”. Aquí las esferas volantes se abren y de cada una salen dos espermatozoides móviles, similares a los nuestros, que emplean seis meses para alcanzar a la compañera. Mientras tanto el huevo habrá caído, y apenas fecundado el embrión crecerá rápidamente exuberante, utilizándole las reservas.

Y aquí está la gran diferencia con las plantas de semilla: las semillas para germinar pueden esperar hasta centenares de años (semillas extraídas de antiguos herbarios, se han despertado luego de más de tres siglos, y se sabe con certeza que algunas semillas de loto han germinado luego de casi 1.000 años), los huevos no.

Lo mismo ocurre con las cícadas. La Señora Cycas resoluta, cuyo lejano parentesco con ciertos helechos arbóreos extinguidos parece probable (aspecto análogo y hojas en crecimiento enruladas en el ápice), desempeña también ella la técnica de la gotita viscosa.

Aquí los huevos no están sostenidos por un pecíolo, sino que crecen bajo especiales hojas doradas, replegadas sobre sí mismas formando una especie de col. Durante diez días, cuando la Señora es fecundada, éstas se levantan ligeramente para dejar entrar al polen, y luego se vuelven a cerrar para la maduración, como en el Ginkgo, ya sea de los huevos fecundados como de los otros.

Una vez más, como en los cuentos, bajo las coles nace la vida, y evolutivamente, en esta extraña estructura protectora foliar, ni blanda, ni dura, los botánicos encuentran una confirmación de que las piñas de las coníferas no son otra cosa que hojas muy deformadas.

Y, por otra parte, también el sexo del Señor Cycas revoluta no es además tan diferente de una piña. Se yergue en una estructura fundida en punta de 30-40 cm, y se inflama a tal punto de amor (¡y sí!) que la temperatura en su interior aumenta 10° C. Sus escamas se levantan, mostrando las bolsas polínicas, y liberan durante días al viento, poco más, poco menos, 5 mil millones de gránulos de polen.

Visibles a los ojos los espermatozoides ciliados de esta especie son los más grandes de la naturaleza: miden casi 1/3 de mm y emplean 4 meses para alcanzar la célula femenina en el interior del huevo. También aquí la real fecundación ocurre luego a menudo en el suelo.

A diferencia de los ginkgos, que entre nosotros para evitar las famosas lluvias de huevos son casi todos masculinos, las Cycas revoluta que ornamentan los lagos lombardos y los ricos jardines de la Riviera, son predominantemente femeninas. Los troncos que llegaron en el ‘800 a Europa desde el sur de China o desde Japón, por una extraña coincidencia pertenecían casi todos al gentil sexo, y aún en los primeros años de este siglo, los institutos científicos ponían avisos en los diarios para encontrar especimenes masculinos. Se contaban con los dedos, pero hoy extrañamente han aumentado.

Sólo en Monte Carlo he visto inexpliclablemente muchos de ellos, y dado que desde hace tiempo nadie importa más cícadas, porque la propagación se produce por retoños y a los efectos hortícolas una masculina vale lo que una femenina, no se entiende justamente de dónde provienen.

Entonces se ha formado la hipótesis de que, bajo estrés, estas plantas pueden cambiar de sexo. Es famoso, en su mérito, el experimento del Prof. C. J. Chamberlain, una autoridad mundial en el sector, que cortando longitudinalmente una Cycas, se encontró luego con un ejemplar masculino y uno femenino.

Y un conocido coleccionista de cícadas de la Costa Azul, Jean Pierre Sclavo, vio brotar un cono masculino sobre un estróbilo femenino de Encephalartos ferox.

Las barreras entre los sexos no son tan rígidas como normalmente se piensa, y los ejemplos de transexualidad entre las plantas no son infrecuentes.

Una begonia epífita africana, por ejemplo, si crece al sol da flores masculinas, pero si luego la misma rama cae a la sombra éstas son rápidamente reemplazadas por flores femeninas.

Y las esporas de los equisetos, para permanecer en las plantas primitivas, pueden dar gametos masculinos o femeninos según el terreno sobre el que caen.

Las cicadáceas, tan difundidas en el Mesozoico al punto de representar más de un tercio de la flora terrestre, hoy están desparramadas en las áreas tropicales y subtropicales con 10 géneros (un undécimo parece haber sido descubierto en Colombia) y casi 130 especies.

Son todas plantas dioicas que confían el polen al viento, pero algunas especies sudafricanas como la Encephalartos villosus y la Encephalartos altensteinii, han efectuado también un pacto con los insectos para el transporte del polen.

Su pareja es un curioso coleóptero curculiónido, el Antliarhinus zamiae. Las hembras frecuentan los conos masculinos, atraídas, al parecer, por el calor y el olor que emanan, y luego, bien recubiertas, van sobre las femeninas para colocar los huevos. Exploran cada fisura del estróbilo, fecundándolo con una larga probóscide, y cuando encuentran el punto adecuado, se dan vuelta y desenvainan un órgano depositante de huevos de igual tamaño. Sus larvas destruirán muchos huevos, pero un cono puede contener hasta 500, y evolutivamente es de todos modos un paso adelante respecto a la polinización anemófila (los no botánicos lean “confiada al viento”). Quizás así, hace millones de años, comenzó la cautivante historia de la colaboración entre insectos y plantas.

El crecimiento de las cícadas es muy lento: 5-10 cm por año para las pocas especies que sobreviven en los climas cálido-húmedos (donde la vida es fácil y las especies son muchas, la competencia de las plantas modernas las ha rápidamente arrollado), 1 cm para los Encephalartos, y menos de ½ cm para las de ambientes áridos.

Si a ello se agrega que a menudo la polinización es difícil, porque las plantas de los dos sexos están demasiado lejos entre ellas, se puede entender fácilmente como, desde tiempos antiguos, las actividades agrícolas humanas han dado un golpe de gracia a los restos de estas plantas prehistóricas.

Las semillas de la Macrozamia spiralis eran sistemáticamente recogidas por los aborígenes australianos para extraerles una harina, y los pobres Encephalartos de Sudáfrica no corrían mejor suerte, porque los indígenas, además de las semillas, se comían también la parte superior de los tallos, ricos en almidón (Encephalartos viene de EN = interno, KEPHALE = cabeza y ARTOS = pan). También antes de los tiempos modernos, el hombre siempre ha dilapidado su ambiente.

Una rara excepción es ofrecida en Sudáfrica, en Lebowa, por la espectacular selva de Encephalartos transvenosus de Modjadji, casi 300 km al norte de Johannesburgo. Aquí, sobre una montaña sagrada, custodiada durante siglos por las Reinas de las lluvias, tenemos hoy la más grande concentración de cícadas del mundo. Algunos árboles, de 12-13 m de altura, superan los 1.000 años y los ordenados senderos de la actual reserva no quitan nada a la fascinación de una zambullida en el Mesozoico.

Otra gran especie de Natal, la Encephalartos woodii resulta actualmente extinguida en la naturaleza. Se han salvado sólo dos especimenes masculinos adultos, fuera de vista, en el cercano jardín botánico de Durban, y no existiendo más especimenes femeninos, se puede decir que es la especie arbórea más rara del mundo.

Con delicadas operaciones quirúrgicas, de los retoños durmientes que crecían sobre los troncos se han obtenido otras 5 jóvenes plantas de enorme valor. Para evitar robos el director del Jardín las ha plantado, sin etiqueta, entre unas cícadas comunes, muy similares en la juventud (los ladrones generalmente no son diplomados en botánica). A estas plantas les es confiado el porvenir de la especie, y aunque la cosa es improbable, como ha ocurrido a Chamberlain, podría surgir un espécimen femenino.

En sus elecciones evolutivas la naturaleza conserva a menudo un margen de maniobra, y nunca cierra todas las puertas.

 

 NATURA OGGI + GARDENIA – 1988

 

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