Asclepiadáceas: flores estrella

Plantas crasas, en su mayoría sudafricanas, con flores en forma de estrella. Bellísimas, pero de mal olor, generalmente, a pescado en mal estado o carne en putrefacción. Despiadadas con los polinizadores. Cómo engañan a los insectos en el límite de los desiertos. La colección del Jardin Exotique en el Principado de Mónaco.

 

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Texto © Giuseppe Mazza

 

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Traducción en español de Viviana Spedaletti

 

La flor es como una caja china: una corola con cinco puntas, en forma de estrella, y en el centro tres estrellitas, más pequeñas, formadas por lóbulos de una complicadísima estructura llamada “corona”.

Quien la huele se arriesga a hacer un salto hacia atrás, porque muchas stapelias huelen a pescado o carne en mal estado, y todo, botánicamente, parece absurdo.

Los estigmas, los órganos femeninos, están escondidos, se accede difícilmente por orificios pequeñísimos, y los gránulos de polen, no se dispersan como sucede en la mayor parte de las plantas, sino que permanecen siempre unidos entre ellos, cerrados herméticamente en 10 bolsas.

Las observo de cerca: están unidas, como cerezas, por especiales horquillas típicas de la familia, los “trasladadores”, que frenan a los insectos obligándolos a llevar, de dos en dos, las pesadas masas de polen. ¡Extrañas estructuras! No están hechas de células, como el resto de la flor, sino de una especial materia resinosa, resistente y elástica, solidificada según una forma bien precisa.

¡Hay para avivar la curiosidad y desorientar a los expertos!

Para encontrarlas, ver estas misteriosas estrellas en la naturaleza y admirarlas en las mejores colecciones, fui a Sudáfrica, donde crece casi la mitad de las especies. En Europa en efecto, además de la rarísima Caralluma europaea, presente en Italia en Lampedusa y en España en Almería, a las stapelias es necesario buscarlas con la gran meticulosidad de los aficionados o en pocos jardines botánicos especializados en suculentas, como el Jardin Exotique de Mónaco.

Desde hace milenios, bajo los vastos cielos australes, florecen también donde la vida parece imposible, en los desiertos, al reparo de las rocas o arbustos. Plantas de antiguo linaje, sumergen sus raíces en el Cretácico, pero no son, como a menudo sucede para otras especies extrañas, unos “fósiles vivientes”: forman un grupo dinámico, en pleno desarrollo evolutivo, listo para rever las elecciones del pasado para soluciones de vida más ventajosas.

“Fósil viviente” si acaso, me ha parecido quien las estudia: John Lavranos, Larry Leach y otros amigos de allá, personajes “extinguidos” desde hace tiempo en Europa, que en el umbral del 2000 logran aún descubrir unas plantas superiores, “bellas e imposibles” y darles un nombre como en los tiempos heroicos de Linneo.

John, botánico explorador, colaborador del famoso Missouri Botanical Garden de Saint Louis, en poco más de treinta años ha descripto más de 50 de las casi 250 stapelias existentes, y Larry, un simpático viejito casi octogenario, luego de haber bautizado a muchas, “viaja” constantemente desde hace años en las publicaciones, a menudo contradictorias, de varios autores.

Se levanta al amanecer: una comida frugal, pocos metros a pie entre la casa y el laboratorio, y desde las 7,30 hasta el atardecer se sienta al microscopio del Karoo Botanic Garden di Worcester, entre montañas de libros, herbarios y plantas en formol. Aprovecha la riquísima colección del Jardín y reexamina flores y textos, poniendo continuamente en discusión la sistemática de las Stapelieae, botánicamente una tribu de las Asclepiadáceas. Cada 2-3 horas toma una taza de té, pero no puede darse el lujo de una entrevista.

“Tengo aún pocos años para vivir”, repite sonriendo, “y debo concluir mi revisión”. Luego, provocado por las preguntas, me muestra los primeros tres volúmenes publicados y se deja llevar.

“En el pasado”, me explica, “cuando la especie era vista como un conjunto de caracteres estáticos, inmutables desde la creación, y no como la manifestación de una continuidad evolutiva, la gran variabilidad de las stapelias dio origen a centenares de especies inexistentes. Hoy es necesario ordenar, analizarlas a todas, una por una, en función de los nuevos descubrimientos y de más adecuados caracteres de reagrupamiento”.

Habla de nuevos géneros, de la forma de las corolas y de cómo están unidas a los tallos. Observo luego en el microscopio las misteriosas bolsas de polen: similares a pequeños riñones, con un extraño tubito al costado.

“En la flor”, continúa Larry, “están justo sobre las cavidades en las que se recoge el néctar. Cuando un insecto llega, atraído por el olor, casi siempre una pata, la antena o el aguijón terminan en el trasladador. No logra liberarse más y parte con las dos bolsas de polen colgadas, que alcanzan de este modo otra flor”.

“Pero si están perfectamente selladas”, lo interrumpo, “¿cómo se produce la fecundación?” “Basta que una”, continúa, “caiga en el estigma y luego se ocupa el tubito, que se alarga, como una raíz, hasta alcanzarlo”.

Debido a que con un sistema tal es suficiente un solo gránulo de polen, uno se pregunta para qué sirven todos los otros.

Nadie lo sabe. Probablemente es un recuerdo del pasado, y en el futuro, verificada la eficiencia del trasladador, se reducirán en número.

Recorro por una semana el Jardín, espiando, con una Hasselblad dotada de monstruosos anillos de aumento, la apertura de centenares de estrellas y pregunto a todos los botánicos que encuentro dónde puedo encontrar otras bellas, “al natural con el paisaje”.

Las stapelias son en efecto plantas muy miméticas, con flores caprichosas, a menudo minúsculas, que se abren un poco cuando quieren. Finalmente Ernest Van Jaarsveld, me telefonea desde el famoso jardín botánico de Kirstenbosch, que en una estación en Ciudad del Cabo, la Orbea variegata está en flor, pero que para fotografiarla “de día pueden surgir algunos problemas”.

No entiendo bien lo que dice, pero lo alcanzo rápidamente y pocas horas más tarde estamos en una bahía encantadora, enmarcada por enormes rocas. Las grandes flores amarillas atigradas de la Orbea variegata adornan efectivamente el acantilado sobre el mar, pero tienen el “pequeño” defecto de crecer en la única playa para nudistas de toda Sudáfrica. Tendré que conformarme, más tarde, con el acostumbrado primer plano con flash.

Las stapelias al natural las fotografiaré con John Lavranos, en Namibia. Fuimos por plantas, con dos jeeps, donde nadie pisaba desde hace años, donde la lluvia es un hecho raro y de día se superan los 45 °C. La vida está ligada a mil astucias y a las increíbles neblinas matutinas que se forman, a lo largo de la costa, por efecto de la corriente fría de Benguela. Donde los restos de antiguos macizos ciclópeos, despedazados por el sol, se vuelven de repente multicolores, recubiertos por millares de líquenes amarillos y rojos, quiere decir que se forman por las condensaciones. Y allí, a menudo, bajo las rocas, encontramos las stapelias.

“Buscan un reparo del sol”, comenta John Lavranos, “las raíces están al fresco y recogen el rocío que a la mañana se desliza por los peñascos”. Se asemejan a las cactáceas, con tallos redondeados, llenos de agua y hojas reducidas a apéndices más o menos evidentes y espinosas para reducir la evaporación y condensar la humedad del aire.

“Las llaman pepinos bosquimanos”, continúa, “y algunas especies, sabrosas y refrescantes, corren el riesgo de la extinción”.

No oso probarlas, pero huelo las pequeñas flores con curiosidad. “No todas”, me explica John, “huelen a carne o pescado en putrefacción. Las que crecen en el desierto, donde a excepción de algunas moscas hay muy pocos insectos, forzosamente deben adaptarse al mal gusto de los polinizadores, pero casi el 20% emana agradable perfume a miel, bananas o fruta madura, que atrae irresistiblemente a las moscas de la fruta”.

Más allá noto unos extraños “cuernos”, enormes respecto a las plantas, que surgen de los tallos.

Son los característicos frutos de las stapelias: contienen centenares de semillas con paraguas, que se esparcen por kilómetros, llevados por el viento seco del desierto. Caen, se levantan y finalmente se detienen donde hay un obstáculo: justamente bajo las piedras. Allí la vida es posible: esperan también por años la lluvia y cuando milagrosamente llega germinan rápidamente, a veces en 24 horas.

“A menudo”, me hace notar John, “el cáliz de algunas flores fecundadas no cae rápidamente con la corola, para dejar lugar al fruto, sino que se detiene, esperando aún seis meses antes de producir las semillas. De este modo la planta tiene una segunda posibilidad de siembra, que administra luego misteriosamente, según los factores climáticos”.

Existe quien sostiene que las stapelias llegaron a Sudáfrica desde India, recorriendo un poco a la vez, con sus semillas volantes, más de 10.000 kilómetros. Se basan en el hecho de que la Frerea indica, la única stapelia con hojas, crece sólo en India y que en las plantas la falta de hojas es una excepción, una adaptación, un hecho, entonces, sucesivo.

Pero John no está tan convencido.

“No existen”, dice, “fósiles en apoyo de esta teoría y además la flor de la Frerea, prácticamente idéntica a las otras, no presenta ningún carácter arcaico. Probablemente las stapelias han tenido su centro de desarrollo en África Oriental, donde quizás antes tenían hojas, y desde aquí han continuado luego al sur y al noreste hasta India. Hoy Sudáfrica alberga más del 50% de las especies, luego viene Somalia, Eritrea, el sudoeste de Arabia y el noreste de Kenya con casi el 35%, y el restante 15% está distribuido en África del norte, Europa, India y Madagascar, donde recientemente ha sido encontrada una especie, la Stapelianthus hardyi”.

Algunos días después, en el Jardín Botánico de Pretoria, tengo como guía a su descubridor, Dave Hardy, responsable del Jardín y de los invernaderos. Pasando de maravilla en maravilla notamos, en una planta, entre las flores normales, unas increíbles estrellas con 4 puntas. No es un caso poco frecuente y en lo de un coleccionista de Pretoria, Van Zanten, descubro una con 6. Fenómenos análogos se han verificado también en Montecarlo.

Ninguno arriesga una respuesta precisa. La incansable búsqueda de “nuevos caminos” de las stapelias marca de todos modos, con claridad, cómo la evolución no es un hecho del pasado, sino actual, y que la “creación”, aunque no estemos habituados a pensarlo, aún no ha terminado.

CÓMO SE CULTIVAN

Algunas asclepiadáceas, parientes directas de las stapelias, se pueden cultivar fácilmente en la terraza o en casa.

La “Flor de cera” (Hoya carnosa), por ejemplo, se encuentra en todos los Jardines. Es una trepadora siempre verde, con tallos volubles y raicillas adventicias, muy adecuada para enmarcar ventanas y galerías.

Las hojas, ovales oblongas, acuminadas y carnosas, pueden ser variegadas; y las increíbles flores estrelladas, reunidas en elegantes umbelas hemisféricas, florecen desde la primavera hasta el verano, emanando de noche un intenso perfume dulzón. Difundida desde China meridional a Queensland, en Australia, esta especie necesita mucha luz, frecuentes riegos estivales y mínimas de por lo menos 10ºC. Se multiplica fácilmente por esquejes apicales, y el terreno debe ser rico y arenoso, bien drenado para evitar marchiteces en las raíces.

Análogo es el cultivo de la Hoya purpureo-fusca, de la Hoya linearis y de la Hoya bella, que se presta para graciosos cestitos colgantes.

Quien tiene una galería calefactada con mucha luz, puede fácilmente cultivar también la Asclepias curassavica, mientras al aire libre, hasta los 600 m de altura, crece también la Asclepias syriaca, con flores rosadas en ramos.

En los países anglosajones, detrás de vidrios, crecen comúnmente la Ceropegia ampliata, con flores similares a mongolfieras, y la sandersonii, una de las pocas flores verdes; y es muy común la “Collar de corazones” (Ceropegia woodii), una especie de corolas modestas, con insólitas cascadas de hojitas acorazonadas.

Es usada a menudo en los viveros como “pie de injerto” para las stapelias tropicales. Basta decapitar su pequeño tubérculo, que asoma del terreno, y aplicarle, con dos elásticos, el tallo de la planta rara, cortado en la base, prestando mucha atención a que no se formen burbujas de aire en el punto de encuentro. En 8 días el injerto está hecho y se pueden remover los elásticos.

Pero si esto resuelve en parte los problemas, cultivar stapelias es un trabajo para especialistas, porque es necesario luchar continuamente con el “mal blanco” y otros hongos microscópicos que surgen de improviso, de la nada, apenas aumenta la humedad.

Mejor limitarse, como sugiere John Lavranos, a las especies sudafricanas que toleran el frío y mantenerlas al aire libre, a pleno sol, donde el clima lo permite.

En invierno, en Johannesburgo y Ciudad del Cabo, pueden hacer incluso -6ºC, pero luego durante el día la temperatura aumenta a 15º-20ºC. Las stapelias soportan entonces también el hielo, pero no el frío prolongado.

En los climas mediterráneos se podrían por lo tanto albergar en “bolsillos”, bien drenados, sobre rocas expuestas al sol, que retienen el calor, creando, especialmente en los meses críticos, el microclima adecuado.

 

GARDENIA + NATURA OGGI + SCIENZA & VITA – 1987

 

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