Color de las flores: por qué las flores son de color

Cada corola, un vestido de novia. El motivo y la química del color en las flores. Los pétalos que cambian de color. La rosa azul.

 

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Texto © Giuseppe Mazza

 

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Traducción en español de Viviana Spedaletti

 

Lo primero que me viene a la mente, si me preguntan el por qué del color de las flores, es que se trata de tantos espléndidos “vestidos de novia”.

La mayor parte de las plantas, en efecto, para reproducirse deben ser polinizadas y para atraer a los insectos y a los pájaros en milenios de evolución han inventado flores con perfumes intensos y colores vistosos.

Pero si reflexiono un momento y considero que muchos insectos ven prácticamente el mundo en “blanco y negro” o tienen una visión del color muy diferente de la nuestra, me doy cuenta rápidamente que la respuesta no es en realidad así de simple. Los ojos de las abejas, por ejemplo, no perciben el rojo, sino solamente el ultravioleta, el violeta y el verde.

A diferencia de los del hombre ven el ultravioleta como un color y una flor completamente blanca, como un Cerastium o un lirio, para ellas será probablemente azul.

Esto explicaría de inmediato por qué las plantas no se han esforzado mucho en crear flores azules: el blanco cumple en práctica la misma función, es más fácil de obtener y se ve mejor si la luz es escasa.

No casualmente las flores nocturnas de muchos cactus son completamente blancas.

¿Y el rojo? ¿Si los insectos lo ven negro o gris, por qué tantas rojas?

En la naturaleza nada es casual y se ha concluido que muchas flores tropicales, hoy comunes en casas y jardines, tienen tintes flameantes para atraer de lejos, en el verde de la selva, a los pájaros polinizadores que, a diferencia de nuestros climas, les están siempre de ronda.

¿Pero cómo explicar entonces el rojo de nuestras amapolas y la abundancia de flores amarillas y anaranjadas?

Un discurso preciso acerca de la percepción del color en los insectos es casi imposible, visto que no podemos ver el ultravioleta y que, al límite, no estamos ni siquiera en grado de decir si dos personas ven los colores del mismo modo, pero para una abeja unas amapolas rojas en un prado verde sin dudas se destacarán menos que para nuestros ojos.

Evidentemente, además del rol de “vestido de novia”, el color en las flores cumple también otras funciones.

Recuerdo que Alain Meilland, el famoso productor de híbridos de rosas de la Costa Azul, en una entrevista que le hice hace tiempo, se definió “un comerciante de colores” y que me había hablado de increíbles descubrimientos en la química del color de las flores.

Hago una escapada a Antibes y encuentro un estrecho colaborador suyo, Serge Gudin, responsable de la creación de nuevas variedades de rosa.

En las flores, me explica, existen tres grandes grupos de pigmentos: los Carotenoides liposolubles y localizados en los cromoplastos, que confieren los tintes rojos y amarillos, las antocianinas, solubles en agua, que dan colores del rojo al azul, y los flavonoles, también hidrosolubles, responsables, como lo sugiere el nombre, de muchos amarillos.

Dependiendo de que los colorantes de un grupo sean predominantes o no, la flor adquiere un tinte más que otro. Si posee sólo una modesta cantidad de flavonoles es blanca.

Las combinaciones, observo entonces, son casi infinitas, pero se ve rápidamente, ya desde el principio, que los amarillos y los rojos están entre los colores más probables.

Ciertamente, continúa Serge Gudin, tanto que se ha descubierto que el Caroteno (un pigmento del grupo de los Carotenoides conocido por todos porque está presente en las zanahorias y favorece el bronceado) protege la clorofila de la luz muy intensa.

Este pigmento podría cumplir una función análoga también en las flores y esto explicaría la enorme difusión, en todos los climas, de las corolas rojas y amarillas.

Pero ahora, por ejemplo, un cultivador que quiere obtener determinados colores, como el azul ¿cómo debe proceder?, pregunto siempre más intrigado.

En cada grupo, me explica, se distinguen numerosos pigmentos. Tienen nombres precisos, a menudo obtenidos de las flores que los poseen de manera predominante.

El productor de híbridos sabe que si en la flor sobre la que está trabajando faltan determinados pigmentos, no podrá nunca obtener ciertos tintes.

Es el caso de la famosa rosa azul: las rosas no poseen la delfinidina, el pigmento típico de los Delphinium, y por más cruzas que se hagan no se obtendrá nunca una rosa azul.

Es un poco como si con unos lápices rojos y amarillos se quisiera pintar un cielo azul. La única manera de hacerlo es procurarse un lápiz de ese color.

En América, en laboratorio, se ha logrado dar la Delfinidina a un álamo, que naturalmente carece de él, y la planta ha producido hojas azules.

En Japón se ha logrado incluirlo en el patrimonio genético de la rosa, pero el azul por el momento resulta enmascarado por otros colores y el resultado es decepcionante.

Pienso entonces que un día, tendremos también la mítica rosa azul, y le pregunto a mi interlocutor cómo se obtienen las flores de colores cambiantes o con varios tintes, bien separados, en la misma corola.

Mientras es necesario decir, responde, que los mismos pigmentos, según el pH, dan tintes muy diferentes. Así las flores con pétalos que esfuman en diferentes tintes hacia el ápice, se obtienen seleccionando plantas en las cuales el pH cambia, en el interior del pétalo, desde la base hacia el ápice.

De igual manera se explican los cambios de color de una misma flor en el tiempo. Con la maduración, en efecto, el pH puede cambiar y entonces un amarillo puede convertirse en anaranjado o hasta en rojo.

También la temperatura juega un rol importante. Si, por ejemplo, en un invernadero baja mucho se puede tener una excesiva concentración de ciertos pigmentos y una rosa roja puede volverse casi negra.

Muy diferente es el caso de los pétalos que tienen colores netamente separados. A menudo se trata de mutaciones.

Un floricultor descubre, por ejemplo, que una petunia en lugar de ser toda roja tiene unas franjas blancas muy estéticas y entonces aísla al “monstruo” y lo multiplica por vía vegetativa, quizás in vitro. De la semilla se obtendrían efectivamente sólo petunias normales porque estas mutaciones, que dependen de modificaciones del estrato externo de la epidermis de la flor en los pimpollos, no son hereditarias.

¡Milagros de la tecnología moderna que permite, en el giro de un año, partiendo de un ejemplar mutado, poner en circulación millares!

La cosa funciona y así, por algún tiempo, se abre una desenfrenada caza a los “diferentes”.

Mientras agradezco satisfecho, Serge Gudin me cuenta que se ha hasta llegado a hacer enfermar a ciertas plantas para obtener efectos de color. Los espléndidos jaspeados de muchos tulipanes, por ejemplo, no son otra cosa que la consecuencia de un virus transmitido artificialmente a los bulbos.

 

GARDENIA  – 1986