Euphorbia: la «Estrella de Navidad”… pero también estilo cactiformes

Las plantas de las flores desnudas. El género Euphorbia ostenta más de 2.000 especies de muy diferentes portes. Desde estructuras arborescentes, similares a cactus, hasta las Estrellas de Navidad o a las hierbas de los campos. Tienen en común la extraña estructura de la flor.

 

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Texto © Giuseppe Mazza

 

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Traducción en español de Viviana Spedaletti

 

Los zoólogos reconstruyen la evolución de los animales a partir de los huesos, los botánicos a partir de las plantas de flor.

En materia de sexo, en efecto, la naturaleza es en general conservadora; y las flores, las modernas estructuras reproductivas del mundo verde, evolucionan más lentamente que las hojas y tallos.

En ausencia de fósiles, nos permiten de ordenar las plantas, clasificarlas, o, lo que es lo mismo, reconstruir su historia.

Plantas como los cactus, por ejemplo, pueden transformar las láminas foliares en espinas, reducir el tronco a un acordeón lleno de agua, y adaptarse con más de 2.000 especies a las difíciles condiciones ambientales, pero luego, al momento de reproducirse, es que se “acuerdan” de antiguos climas, del origen común, y muestran, en aparente contrasto con los tallos y con el biotopo, flores suntuosas, increíblemente similares entre ellas. Porque la flor es indiferente a la sequía y a los “problemas” de la planta que las posee: se preocupa solo por la polinización, y por lo tanto en la práctica por el viento, por los pájaros y por los insectos, elementos que cambian con extrema lentitud.

Un ejemplo análogo, aún más “movimentado” e interesante, nos es ofrecido por las euforbiáceas, familia decididamente polimorfa, que ostenta por lo menos 6.000 especies, pertenecientes en casi un tercio al género Euphorbia, el más rico del mundo.

Los “cactus”, también altos 18 m, del paisaje africano (Euphorbia ingens, candelabrum, cooperi o triangularis) son en realidad euforbias, como también la Esula menor (Euphorbia cyparissias) o la Hierba curandera (Euphorbia helioscopia) de nuestros campos. Pero también plantas como la Estrella de Navidad (Euphorbia pulcherrima) o la Euphorbia fulgens de los floristas, pertenecen al mismo género.

Y no se trata de un parentesco superficial, a nivel de familia, como podría ser en el mundo de los animales aquella entre un león y un gato, sino de una relación profunda, a nivel de género.

¿Por qué, entonces, los botánicos han colocado todas estas plantas juntas? ¿Qué tienen en común especies tan diferentes entre ellas?

Simplemente la flor; o mejor las florcitas, que han hecho una especie de striptease, y aparecen reunidas en inflorescencias muy características, comparables a pequeños “bouquet” con mucho “papel” alrededor.

Microscópicos herederos, machos o hembras, de las antiguas corolas bisexuales de una perversa “Dinasty” botánica, vieja 100 millones de años (la historia humana, para hacer una comparación, no supera los 5 millones), donde el veneno, la castración y el nudismo son frecuentes.

Eliminados los órganos femeninos, de los que conservan aún hoy, aquí y allá, algún indicio, las actuales florcitas masculinas perdieron en efecto, progresivamente, los pétalos y los sépalos.

Estos son aún bien visibles en el género Codiaeum, el muy común Crotón de los floristas (en cada gran familia hay siempre una “oveja negra” que queda retrasada), pero ya en el ricino (Ricinus communis) la corola ha desaparecido, y queda un simple manojo de estambres con algún elemento verde alrededor.

En la Anthostema senegalensis el striptease sigue con la reducción de los estambres a uno solo, y en el género Euphorbia, caen también los sépalos.

Es resultado es la flor más simple que se pueda imaginar: un estambre desnudo.

Con tales premisas las euforbias no habrían podido ciertamente atraer a muchos insectos, pero para su suerte, contemporáneamente, se lanzaron a la construcción de extrañas inflorescencias que seguían el esquema de las flores “tradicionales”.

Pusieron juntos a los machos en grupitos homosexuales, y los dispusieron alrededor de una florcita hembra, reducido, también él, a la mínima expresión.

Una “reina”, que tenía a su vez castrado los órganos masculinos de la antigua corola, y se había transformado, luego del acostumbrado striptease, en un simple pedúnculo, con un pesado ovario a tres celdillas.

Y luego rodearon todo con elementos vistosos, amarillos o rojos, similares a pétalos, en estructuras complejas en las cuales las “nudistas” tomaban a su vez el lugar de los estambres y del pistilo. La ilusión de una flor era perfecta!

Los botánicos llaman a esta extraña estructura de base, típica de las euforbias, “ciato” (del griego «cyathos» = «copa»), y es el único motivo por el cual todas estas plantas han sido reunidas.

“Estructura de base” porque aquí las combinaciones son infinitas. También si un ciato no contiene nunca más de una hembra, puede ser justamente formado exclusivamente por machos o por una sola “reinita”, quizás con unos ciatos machos alrededor. Y sí! Porque también estos socializan. Se colocan juntos, en ramitos o umbelas, como en la Euphorbia fulgens y la Euphorbia milii, para crear vivaces manchas de color, o forman justamente unos ciatos de ciatos, en los cuales puede repetirse, en referencia a estos últimos, el discurso de la castración y del striptease.

Y luego, para complicar aún más las cosas, además de los falsos pétalos y de las falsas brácteas, entran a menudo en juego también las hojas.

Cuando el conjunto no es suficientemente vistoso, éstas se colorean, imitando grandes corolas. Cándidas “nevadas estivales” para los canteros (Euphorbia marginata) o flameantes “estrellas natalicias” (Euphorbia pulcherrima), rojas como el amor, que han encontrado rápidamente un caluroso abrazo en el consumismo de fin de año.

Estructuras rompecabezas, que han tenido engañadas a generaciones de botánicos, incluso el grande Linnèo, convencido como estaba de que las florcitas degeneradas de nuestra historia, fueran los elementos clásicos de una flor.

Aún hoy, en el tema de euforbias, desde el punto de vista sistemático queda mucho por hacer. Una de las más grandes autoridades en el tema, el Dr. Larry Leach del Karoo Botanic Garden de Worcester, en Sudáfrica, ocupado desde hace más de 50 años en la revisión botánica del género, me ha manifestado no saber, ni siquiera vagamente, cuántas especies existen.

Los viejos textos hablan de 2.000, pero cada año se descubren nuevas, o surge que alguna planta ha sido bautizada o rebautizada varias veces con diferentes nombres.

Más allá de las disputas botánicas, es seguro que el invento del ciato fue, para la familia, una carta vencedora. Aunque mostrando una particular predilección por el África, las euforbias en efecto han colonizado todas las regiones tropicales y templadas del mundo, adaptándose a nuestros más sofisticados herbicidas y a condiciones de vida imposibles.

La Euphorbia damarana, por ejemplo, soporta sin daños los 60-70 °C, en el suelo, del desierto de Namibia, conformándose con el rocío y con alguna llovizna cada 2-3 años. Para no perder los líquidos ha suprimido las hojas y hace la fotosíntesis con las ramas.

Conclusiones análogas ha obtenido también la Euphorbia tirucalli, un árbol verdoso, a simple vista muy normal, que luego sorprende, de cerca, por la esquelética desnudez de su fronda.

Muchas euforbias de las regiones áridas pierden las hojas en la estación seca, algunas las han transformado en espinas, y otras, como la ya mencionada Euphorbia milii, lo están haciendo bajo nuestros ojos, para recordarnos, por si acaso fuese necesario, que la evolución es un proceso continuo, y no, como instintivamente se piensa, un “hecho del pasado”.

Pero en general, a diferencia de las cactáceas, para defenderse de la voracidad de los herbívoros, las euforbias prefieren el veneno al arma blanca.

¿Queréis saber si las plantitas crasas que os han regalado son cactus o euforbias?

Muy fácil: basta cortar una flor, una hoja o una espina, y si pertenecen al vasto grupo de estas últimas, saldrá rápidamente una “leche”.

Se trata, casi siempre, de una sustancia tóxica, irritante para los ojos y las mucosas, con notables propiedades laxantes, que endurece al aire convirtiéndose en gomosa (no casualmente las euforbias son parientes del ricino y del caucho).

Por lo menos siete especies, entre las cuales nuestra Euphorbia cyparissias, eran ya usadas como purgantes en la época de Teofrasto, y en el Medioevo, su misteriosa “sangre blanca” era el ingrediente base de muchos filtros mágicos.

El mismo nombre Euphorbia, parece además ligado a la práctica de la medicina. Parece que un médico griego, Euphorbos, la utilizara, algunos años antes del nacimiento de Cristo, para curar la piel de un célebre paciente, el rey Juba de Mauritania, casado a la fuerza, por Augusto, con la hija de Antonio y Cleopatra; o que, según otras fuentes, este último, descubierta en el monte Atlas la Euphorbia resinifera, una planta crasa especialmente venenosa, la habría en gratitud (precisamente!) bautizado con el nombre de su médico.

Pero además de expertas en guerra química, las euforbias son a menudo también maestras de artillería. No confiándose mucho de los insectos y del viento, algunas especies propagan en efecto el polen y las semillas con sofisticados mecanismos explosivos.

Brácteas que se abren de repente, entre cándidas nubecillas de polen, o cápsulas que se parten ruidosamente, disparando las semillas. Y en una tranquila siesta de otoño, entre las hierbas del jardín, se pueden fácilmente escuchas, además de ver, los bebés de la Euphorbia helioscopia que parten a la conquista del mundo.

 

SCIENZA & VITA NUOVA  – 1989

 

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