Namaqualand: espectacular floración del desierto sudafricano

Milagro en el desierto. Un mes al año florece la vida en Namaqualand. En esta región de Sudáfrica existe una de las más grandes concentraciones de flores del mundo. Corolas insólitas y llamativas para seducir a los polinizadores. El clima hostil y la ley de la supervivencia obligan a las plantas a ser…. muy seductoras. Fotos espectaculares en la estación muerta y en invierno, cuando el desierto está en flor. Bastan pocos días de lluvia para transformar el desierto en un océano de flores pintadas. Las semillas esperan por años. Mientras en nuestra región el mes de agosto coincide con la cumbre del verano, en el hemisferio austral la mala estación es sinónimo de un estallido de floraciones.

 

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Texto © Giuseppe Mazza

 

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Traducción en español de Viviana Spedaletti

 

120 mm de lluvia al año, 45 °C a la sombra en verano y un terreno pedregoso no precisamente fértil. Debería ser un desierto o una maleza, y en cambio en agosto hospeda el más grande espectáculo floral del mundo: 4000 especies según algunos botánicos, 7000 y quizás más para otros. Cada año se descubren nuevas.

En una ajustada competición con el tiempo, mil millones de flores brotan milagrosamente, todas juntas, al final del invierno austral y contra cada lógica, a pesar del clima, son más grandes y bellas que en otro lugar.

Estamos en Sudáfrica en Namaqualand, la “Tierra de los Hotentotes Nama», 350 km de costa atlántica desde la Bahía de Lambert al río Orange.

Los pocos hoteles de la zona ya llevan desde hace tiempo el cartel «No vacancy». «No hay lugar hasta mitad de septiembre», nos repiten, y para dormir hace falta alquilar una casilla rodante, pedir hospitalidad en los locales o incorporarse a los tours organizados que reservan las habitaciones con un año de antelación. Turistas variados, floricultores y botánicos vienen de todo el mundo para ver este mar flotante de corolas, de colores, venas y «diseños» endémicos, a menudo sin cotejo en las floras tradicionales.

¿Pero cuál es el secreto de Namaqualand? ¿Y sobre todo como ha nacido tal concentración de especies?

Ernest Van Jaarsveld, experto en suculentas del célebre jardín botánico de Kirstenbosch, en Cape Town, arriesga algunas hipótesis.

Para vivir en los desiertos, me explica, las plantas generalmente usan dos estrategias: almacenan el agua en las grandes vacuolas de las células (plantas crasas), o reducen la dispersión de líquidos con hojas caducas, minúsculas o transformadas en espinas.

Aquí en cambio apuestan casi todo a las semillas. Se han acostumbrado a crecer de prisa, en invierno, con ciclos vegetativos rápidos de pocas semanas solamente, y eluden la sequía muriendo antes del verano.

Si los 120 mm de lluvia cayeran cuando hace calor (en Italia la pluviosidad anual varía entre 500-3000 mm, según la zona, con 900 mm en Roma) Namaqualand sería un desierto, pero afortunadamente se concentran entre abril y agosto, cuando las mínimas oscilan entre 0 y 5 °C, la evaporación es débil y el suelo bastante húmedo para permitir un crecimiento.

Con la primera lluvia las plantas bulbosas se despiertan, salen de repente al descubierto con flores increíbles y las anuales, para alcanzarlas, crecen a simple vista.

Tienen que atraer los pocos insectos disponibles y producir mil millones de semillas antes que llegue el verano. Pequeños y preciosos cofres, guardias de la continuidad de las especies, éstos también permanecerán sobre el terreno por años, sin brotar, frenados por especiales inhibitorios químicos, para estallar luego nuevamente, todos juntos, en cuanto las condiciones ambientales lo permitan.

Por esto Namaqualand es imprevisible: florece a veces aquí y a veces allá, según las lluvias, y cuando caen abundantes se transforma en un inmenso jardín florecido.

Donde antes había un desierto con algún esmirriado matorral, el Senecio arenarius y el Oxalis purpurea dibujan enormes manchas rojas, mientras que el terreno yermo se engalana con luminosas flores de Drosanthemum y Lampranthus.

Millares de «almohadas» floridas, blancas, amarillas, anaranjadas, rosadas, coloradas y violetas se pierden en el infinito. Las hojas han acumulado pacientemente, durante meses, las lluvias invernales, el agua que corría en el surco a lo largo de la pendiente o estancaba en un charco, y ahora que el terreno está seco y resplandece el sol, la dan toda a las flores. Extensiones de Dorotheanthus, de margaritonas blancas, amarillas y anaranjadas (Ursinia, Dimorphotheca, Arctotis, Osteospermum y Gorteria), llenan la mirada hasta el horizonte, mientras que los largos tallos de Bulbinella aparecen por miles de la nada.

En las iglesias de las aldeas se improvisan exposiciones florales y los ganaderos, contagiados por el entusiasmo, abren sus prados a los turistas. Compiten en enseñarnos los milagros de la primavera austral: Lachenalia, liliáceas similares a orquídeas, Ornithogalum, Moraea, Babiana y todas las otras bulbosas que antes dormían en el subsuelo.

La Heliophila coronopifolia, la más bonita crucífera del mundo y la Felicia australis compiten con el azul del cielo y los híbridos de nuestros jardines palidecen a la comparación con algunas formas botánicas.

Los pétalos del Gazania pectinata varían sorprendentemente, según el lugar, del amarillo-intenso al rojo-anaranjado, y la manchita oscura en la base puede transformarse en una elegante franja roja.

Atraer los pocos insectos polinizadores del desierto, me hace notar Van Jaarsveld, es un «negocio» difícil, y justo aquí está el secreto de Namaqualand.

Para abatir a la competencia hacen falta colores intensos, contrastes cromáticos y formas extrañas que atraigan la atención de los polinizadores.

Recientes estudios han demostrado que los insectos, más que por el color, son atraídos por los reflejos y las formas irregulares; y así las Nemesia, las Zaluzianskya, las Hebenstreitia y muchas flores se esmeran en acercamientos particularísimos.

No faltan tampoco las llamadas sexuales y gastronómicas: grandes manchas oscuras sobre los pétalos a menudo imitan a coleópteros absortos en la comida, y como nuestros cartelones viales o las cubiertas de las revistas, capturan la atención de los transeúntes.

Cada línea convergente es una precisa indicación para el aterrizaje a vista de los insectos: el camino a seguir, hacia el néctar, para que la polinización ocurra correctamente.

Nada es dejado al azar y la selección es muy difícil. Es como si en un hipotético y terrible país machista, donde nacen casi exclusivamente mujeres, se pudiera casar, por ley, sólo en febrero (nuestro equivalente climático del agosto austral) y las solteronas estuvieran definitivamente condenadas a muerte. Sin necesidad de esperar el carnaval, todas las «bromas» serían válidas y, después de algún año, por las calles sólo circularían chicas bellísimas.

Una alegría para los ojos, justo como ocurre en Namaqualand. Las flores son finalmente «máquinas para seducir»: prometen néctar a cambio del transporte polínico, y si los «carteros» escasean, si la competencia es grande, la carrera por la polinización se convierte en carrera por la vida.

Con tales premisas la primera reacción de cada planta es de sacar los pétalos, las «insignias» de su restaurante, antes que los otros, pero puesto que el período vegetativo es muy breve, acaban por florecer todas juntas.

Para sobrevivir hace falta entonces distinguirse: los «individualistas» se hacen notar con luminosas «insignias de neón», inconfundibles marcas de fábrica de su buena cocina y las flores menos dotadas, las «socialistas», se agrupan y apuestan como siempre a la cantidad. Unen las corolas en estructuras a espiga o a margarita, imitando a las grandes flores individualistas, y no conformes aún, convencidas como están de que la unión hace la fuerza, estiban las inflorescencias una sobre la otra, en inmensos campos florecidos.

¿Pero cómo nació, justo aquí, una tal concentración de especies?

Mientras tanto, continúa Van Jaarsveld, la competición para acaparar a los polinizadores ya es de por sí un empujón a la diversificación, y luego, generalmente, cuando se pasa de un entorno fácil a uno difícil, árido, pobre y rocoso, las plantas tienden a aislarse, sus historias se dividen y nacen así nuevas especies.

Namaqualand hospeda una infinidad de microclimas, de nichos ecológicos donde, por algunos compromisos, la vida es posible. No existe una receta universal: cada terrón es un caso en sí, y la inspiración creativa no tiene límites.

Existen también motivos históricos: hace casi 15-30 millones de años, África estaba más al sur, hacía menos calor y hospedaba muchas plantas de zonas templadas. Luego, lentamente, se desplazó hacia el norte: el área subtropical se redujo, y estas especies se concentraron todas en el sudoeste, «al final del costal», donde la temperatura es más baja también a causa de la corriente fría del Benguela.

No tenemos idea de cuantas increíbles batallas entre plantas se hayan desarrollado aquí, sobre esta atormentada franja de tierra, entre las especies tropicales y las templadas, empujadas por los acontecimientos hacia su última playa.

Luchas subterráneas con venenos, luchas con arma blanca con raíces y tallos que estrangulan, campañas favorecidas por lluvias excepcionales para la conquista de avanzadas imposibles y guerras de posición con mil millones de semillas.

Usando las palabras del cantautor francés Françis Cabrel en «Je l’aime à mourir», estas flores tienen que haber hecho justamente todas las guerras de la vida, para ser hoy así tan fuertes y bellas.

En aparente contraste con la refinada elegancia de las flores, las especies de Namaqualand son plantas muy rústicas, forjadas por las dificultades y los siglos. Esto también explica por qué se adaptan tan bien a nuestros climas. Géneros como Drosanthemum, Lampranthus, Gazania y Felicia ya son de casa en los jardines y los Carpobrotus hasta han colonizado las escarpaduras de los ferrocarriles, pero la mayor parte de estas plantas son aún desconocidas en Italia.

Casi todas, me confirman en Kirstenbosch, podrían fácilmente tener un futuro mediterráneo.

Regresé en marzo, Hasselblad en bandolera, para retomar los mismos lugares en la estación seca. Intenté reconocerlos: un hilo de hierba verde fuera de los pocos centros habitados, un sol despiadado que parte las piedras y mucha, mucha arena impalpable que entra por todos lados y transforma en grandes polvaredas, visibles a kilómetros de distancia, los pocos coches de paso.

 

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